Con displicencia de árbol, de Tomás Díaz Bartlett.
Imagen de Mabel Amber
Con displicencia de árbol, de agua que no pregunta y que sucede, de regazo de sombra, con los brazos de cauce que cuidando su arroyo se consuman llevo mi corazón sobre los ojos, untándolo, como una espada de aire… de aire de mover rosas y de peinar ramajes. Y sin embargo, yo tengo que decirles muchas cosas: yo no soy de este rumbo, yo tengo el cuerpo verde, tatuado por el ángel de la siesta y unos pasos silvestres.
Por aquellos lugares, se derrumba la noche, baja a ponernos guantes en los ojos, y entonces, no queda más remedio que alumbrarnos a gritos. Ustedes no lo saben; pero allá todas las cosas gritan. Yo también sé gritar, y es que a veces he visto un águila petrificada en un abismo; pero ella siempre siguió gritando que era un águila.
Y hoy que voy a gritar, yo quiero contestarme sin un retazo de eco. ¡Y tengo que gritar! ¿Acaso no han escrito las piernas y los senos preguntando a mis manos el por qué de su ausencia? …y mis manos se curvan y modelan el viento entre estos cuatro muros de abstinencia.
Y todas esas cosas que hoy les digo, no son ni más ni menos que una gotita de agua; son así, como el dolor da lágrimas y la noche rocío… Yo no sé si hayan visto cómo una gota de agua parece ser el más transparente de los ojos y el que mira más hondo… por eso estoy dispuesto a quitarme las ropas. ¡Voy apedrearme a gritos las entrañas! El enfermo se inmola en su heroísmo; pero yo, no tengo la voz de héroe y me grito hacia adentro.
¡Que tiemblen las paredes de mi pozo! ¡Que se estrellen los ecos en sus muros! Así estaré despierto y más de pie que nunca; con displicencia de árbol y la pupila de agua, de agua que no pregunta y que sucede.