Murió el poeta Fernando Nieto Cadena. Lo encontraron muerto en el departamento que rentaba, luego de que al parecer había fallecido días atrás.
La última vez que lo vi fue hace menos de un mes, en el Jaguar Despertado, con motivo del Encuentro Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer. Claramente desmejorado en su aspecto físico, pero con el ánimo de estar presente en otra edición más de un encuentro al que sólo solemos asistir “los entendidos” (el “público en general” no llega nunca), conversaba cuando llegué con algunos participantes provenientes —como él— de otros países y tuvo el gesto amable de presentarme frente a ellos por mis generales y por mis presuntos intereses escriturales:
—Francisco Payró. Es poeta, ensayista…
—Y otras cosas peores…— me apresuré a completar yo para restar importancia la enumeración que a mis propios oídos resultaba intolerable.
Ahora, una vez ocurrida su muerte, creo entender que la amabilidad del maestro Nieto Cadena se correspondía con la poca que yo pude mostrarle poco antes de su irremediable desaparición. Le llamaba “maestro” porque eso creía que era —y porque en realidad lo fue para mí, desde el año en que pude recibir clases de él en un diplomado en literatura que organizó la Sociedad de Escritores junto con la UJAT. Poco tiempo antes de su fallecimiento conversé con él dos o tres veces (aunque ocasionalmente me encontré con él en algunas calles del centro de Villahermosa). Y siempre era lo mismo: yo hacía las preguntas y él era quien contestaba. Tenía un conocimiento vasto de autores y de libros, pero era un intransigente cuando de hablar sobre literatura local se trataba.
“No existe eso que llaman literatura tabasqueña”, decía palabras más palabras menos con ironía picante. Y ni qué decir sobre su obstinada descalificación a todo lo que oliera a oficialismo cultural o literario. En ese sentido, Nieto Cadena tenía mucha razón, aunque en su descalificación se olvidara de que ese oficialismo había sido el que le dio cobijo —y ascendencia sobre quienes llegamos a ser amigos, alumnos o discípulos suyos— en algún tramo de su largo autoexilio en México.
El día que nos vimos en la lectura del Encuentro Iberoamericano se acercó a mí para pedirme, una vez terminadas las lecturas de ese día, que le hiciera el favor de llevarlo a su casa. Le respondí que lo haría con mucho gusto y emprendimos a pie, junto con Luis Alonso Fernández Suárez (que también había asistido), el camino hacia donde se hallaba estacionada mi camioneta.
En el trayecto, el maestro, Luis Alonso y yo hablamos de nuestras impresiones sobre las lecturas que se habían hecho y, como era de esperarse, don Fernando pasó lista a sus preferencias y descalificaciones. “Fulano, el uruguayo, es bueno, me gusta porque es antipaciano, como yo…”, “el chileno es mi amigo, pero es malo, buen lector pero mal poeta…”. Y a nuestras apreciaciones sobre autores locales el buen maestro respondía, mientras nos aproximábamos a la camioneta: “Menganita es una mierda, como persona y como poeta…”, “la mejor poeta de hoy es Perenganita, me gusta su atrevimiento, que no tenga la prisa de publicar y que no le de por el autobombo”, “casi nunca me equivoco cuando digo quién escribe buena poesía y quién no, la mejor poeta tabasqueña de hoy es Zutanita…”
Luis Alonso y yo no hacíamos otra cosa que concordar con el maestro. Él era el de la voz cantante; el viejo lobo de mar en las lides de la poesía llegado a estas tierras para desmentir que aquí pasara un presunto “meridiano”. Ya enfilados rumbo al lugar donde vivía, don Fernando respondió a mis preguntas hasta el momento mismo en que descendió de mi camioneta para entrar a su casa.
“¿Y dónde tiene usted su biblioteca, maestro?” “Una parte está en la casa donde vivo, pero otras más, por la falta de espacio, están repartidas con amigos”, respondió él —palabras más, palabras menos—; “¿Y dígame, usted que sabe, cómo pagan el viaje los poetas extranjeros para venir al Encuentro?” “A algunos —a los de renombre— el gobierno les paga el viaje completo; al resto los ayudan con alimentación y hospedaje”.
Cuando llegamos al callejón donde vivía, lo despedí preguntándole si su casa quedaba en la planta alta. “Sí”, me contestó (yo sólo pude imaginar un espacio reducido, apenas digno de su solitaria voracidad de lector insaciable, pero infaltablemente atestado de libros). Me agradeció el aventón y se alejó con pasos lentos, débiles —debido a su terminal enfermedad— rumbo a la guarida donde ayer lo encontraron.
Prometió acudir, al día siguiente, a la conferencia que a propósito de la poesía pelliceriana dictaría Verónica Volkow en el Jaguar Despertado. “Ésa no me la pierdo —dijo socarronamente—, si se trata de escuchar algo que a lo mejor hable mal de la poesía de Pellicer, allí estaré presente”. Y creo que cumplió —pese a las dificultades que tendría para trasladarse, pese a que yo no pude atestiguarlo— su cometido.
Acerca del autor
- Macultepec, Tabasco (1975). Economista y escritor. Autor de "Bajo el signo del relámpago" (poesía), "Todo está escrito en otra parte" (poesía) y "Con daños y prejuicios" (relatos). Ha publicado poesía, ensayo y cuento en diferentes medios y suplementos culturales de circulación estatal y nacional.
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