Diario peligroso. Día 36.

Hoy me infraccionaron. Doblaba distraídamente por la calle Constitución, una de las más transitadas del centro de Villahermosa, y olvidé que para algo se inventaron los semáforos en las esquinas y en los entronques.

Lo primero que pensé cuando el agente de tránsito se acercó a mí para desenfundar gustoso el reglamento por el que tendría todo el derecho a ejercer su autoridad fue —lo admito— en la posibilidad de librarme a como diera lugar de la infracción.

Pensé: «No estoy para andar metido en los laberintos de este gobierno de sinvergüenzas, en caso de que este agente quiera infraccionarme; si puedo evitar esa pérdida de tiempo y energía con una ‘mochada’, lo haré».

Para mi infortunio, el vehículo en el que yo iba —propiedad de la compañía para la cual trabajo— traía en la guantera una tarjeta de circulación que no correspondía a su número de matrícula. «¡Me lleva la que me trajo!», me dije entonces con una sensación de pérdida mal disimulada frente al agente que miraba expectante mi refunfuño. Por si fuera poco, tampoco en las oficinas de la empresa se tenía copia alguna de la tarjeta de circulación correcta (había, por lo visto, un problema de extravío), así que a los ojos del agente yo podía pasar  como un robacoches cualquiera.

«No se ofenda usted, jefe —me dijo el agente al ver mi enojo y mi frustración—, pero si no tiene la tarjeta de circulación el carro no puede circular. ¿Qué tal si todo el mundo anduviera con tarjetas de circulación que no son las de los vehículos? Sería fácil andar en un carro robado.»

Y ¡zas! que me quedo mudo. Sin argumentos, sin forma alguna de demostrar que no era yo en lo absoluto un vulgar ladrón de coches, que se equivocaba rotundamente conmigo.

Me dije que alguna manera debía de haber para librarme de aquello. Se lo dije al agente. «Usted dígame, oficial, ¿hay alguna manera de que me permita seguir transitando? Ya ve que ando en el trabajo…» Y entonces juraría que vi un brillo lejano en sus ojitos, que vi un asomo de esa codicia que he descubierto, con prejuicio, en todos los agentes de tránsito con los que he tratado.

«Mire —me dijo— , lo voy a dejar ir porque se ve que anda usted en el jale. Lo que sí es que va usted a pagar una infracción algo carita, ahí sí que no puedo ayudarlo.»

Preferí eso, a la prohibición de seguir manejando, a mirar cómo se llevaban el coche por no tener a bordo los papeles en regla. Preferí la rabia y la impotencia, cuando pensé en el elevado costo de la infracción, a la tortura de las vueltas en una oficina burocrática para tratar de recuperar un vehículo que por falta de tarjeta de circulación podía pasar por uno presuntamente robado. 

Y me alejé en cuanto pude de esa zona de Villahermosa y del agente de tránsito que se había negado a «morderme», para darme una lección que mi furia no me dejaría olvidar en los siguientes días del año.

Acerca del autor

Francisco Payró
Macultepec, Tabasco (1975). Economista y escritor. Autor de "Bajo el signo del relámpago" (poesía), "Todo está escrito en otra parte" (poesía) y "Con daños y prejuicios" (relatos). Ha publicado poesía, ensayo y cuento en diferentes medios y suplementos culturales de circulación estatal y nacional.

About Francisco Payró

Macultepec, Tabasco (1975). Economista y escritor. Autor de "Bajo el signo del relámpago" (poesía), "Todo está escrito en otra parte" (poesía) y "Con daños y prejuicios" (relatos). Ha publicado poesía, ensayo y cuento en diferentes medios y suplementos culturales de circulación estatal y nacional.