¡Por fin vacaciones! Llegamos a Acapulco como quienes llegan a tierra recién descubierta.
Desde la carretera es posible ver cómo la bahía se asoma y reverbera intermitentemente bajo el sol. Es un día magnífico. El viaje desde el Distrito Federal —donde transbordamos luego de un fatigoso viaje nocturno por autobús desde Villahermosa— ha resultado más tranquilo de lo que hubiéramos podido esperar, así que los pueblos y las ciudades que vamos dejando atrás mientras miramos por la ventanilla le confieren a nuestra sorpresa los rasgos de un descubrimiento deseable y definitivo.
Acapulco nos parece a nuestra llegada a la terminal de autobuses demasiado caluroso y menos glamuroso de lo que hubiéramos podido esperar. La ciudad tiene ese ajetreo, ese ruido incesante tan propio de las ciudades del interior del país. Camino a nuestro hotel, una manifestación estropea el tránsito en la costera Miguel Alemán y las cosas parecen comenzar a desdibujarse. Parece que se trata de empleados de gobierno que reclaman algo (o que exigen algo). No prestamos mucha atención, ocupados como estamos en llegar pronto a nuestro destino: un hotel de los más baratos, y en apariencia cómodos, de esos que hemos podido encontrar en internet.
Una vez instalados, la vista de la bahía desde la ventana nos deslumbra. La cordillera bordea al mar como un guardián leal e imperecedero y los pequeños veleros apostados en la playa a la espera de tripulantes regala a nuestros ojos una fotografía de postal. Entonces nos vamos a la calle.
Vagamos por los alrededores del hotel como conquistadores hambrientos hasta que conseguimos arribar a la playa Caleta. Comemos ahí, en un restaurante situado a las orillas. La playa tampoco tiene ese brillo y esa atmósfera radiante que hubiéramos podido atribuirle cuando avistamos la bahía desde la autopista. Abundan los bañistas, los vendedores de baratijas y recuerdos, los oferentes de paseos en lancha, los de tours hacia distintos puntos de la playa.
Desde donde nos encontramos, la isla Roqueta parece un pedazo de cordillera puesta a permanecer a la deriva. Decidimos entonces que, para cruzar la playa y visitarla, en alguno de los tres o cuatro días que permaneceremos en el puerto habremos de subir a una de esas lanchas con cristales en el fondo de la que nos hablan los vendedores de tours, y a través de los cuales es posible mirar lo que hay debajo de ellas, apenas traspasada la superficie del agua.
Poco después de vagar por aquí y por allá, tratando de encontrar lo que queda del otrora Acapulco glamuroso en este Acapulco inseguro, de calles empinadas y callejones tristes, de amenazas latentes que sólo pueden provenir de un crimen organizado coludido presuntamente con los gobiernos locales, volvemos al hotel.
Acapulco es una promesa que —imperfectamente— comienza a revelarse frente a nuestros ávidos ojos.
Acerca del autor
- Macultepec, Tabasco (1975). Economista y escritor. Autor de "Bajo el signo del relámpago" (poesía), "Todo está escrito en otra parte" (poesía) y "Con daños y prejuicios" (relatos). Ha publicado poesía, ensayo y cuento en diferentes medios y suplementos culturales de circulación estatal y nacional.
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